Entramos hoy en Fase 1. Euforia en las calles. Solecito. El bareto de enfrente ha puesto en la calle dos mesas por las que han desfilado durante toda la mañana multitud de portadores.

 

Habrá nuevo brote, fijo, pero quién puede parar esta alegría que nos trae el sol de mayo…

 

Ni pensar quiero en volver a esas caminatas por mi casa, mirando la tarima del suelo, a pasito ligero, hasta completar cinco kilómetros. Ejercicio carcelario…

 

Mascarillas. El paisaje se ha vuelto como el de un país musulmán: caras cubiertas, aunque afortunadamente no hay discriminación. Tapan sus caras hombres y mujeres.

 

Síntoma alarmante: el desinterés de unos por otros. El aislamiento ha hecho que dejemos de preocuparnos de lo que le pasa a otro. Bastante tenemos con ocuparnos de mantenernos a salvo de la amenaza. Las conversaciones telefónicas decaen o caen, en ataques virulentos contra los culpables de esto (que cada uno tiene los suyos, claro)

 

Vamos a esperar a la Fase 2. Esperanza en ella…

Te gustará verlo cuando pasen años, cuando, incluso, algunos ya no estén. Los recuerdos amables alegran la vida. Los recuerdos de infancia te atan a esa misma vida.

 

Así te veían tus compañeros de clase, Álvaro: amable, muy inteligente, gran jugador de fútbol, tímido…

 

Ningún adjetivo negativo, porque, realmente, eres todo eso y más, mucho más que sabemos los que te hemos visto nacer y crecer en grandeza.

 

Siempre así.

Justo es recordarlos. Yo tenía dos abuelos:

Uno se sentaba al lado del fuego y, conmigo, mirando embobada, relataba cuentos de esos que se van contando en cada pueblo de abuelo en abuelo. Terribles cuentos de aparecidos y asesinatos que te dejaban noches metiendo la cabeza debajo de la sábana, por si venía el que reclamaba la asaura ura que le habían quitado de la sepultura.

Este abuelo era paciente, tranquilo, observador de la naturaleza y siempre pendiente de su mujer, una mujer que le resolvía la vida en todo porque era de una inteligencia fuera de lo normal. Él se limitaba a trabajar y a ser bueno con todo los de alrededor. Y lo era porque de dentro le nacía.

Mi otro abuelo era un “señorito”. Todo en aquella casa se hacía para que él viviera tranquilo y feliz, Y eso era así, porque esa casa era una casa “de posibles”.

Sibarita, buen comedor, buen bebedor, buen hijo, buen padre y buen abuelo. Siempre consciente de su papel en el patriarcado.

Él me llevaba al campo, “con la fresquita” y aprendí a ver, de su mano, con ojos “literarios” y no de trabajador, la era, las viñas, los frutales en esplendor, la puesta de sol, los caminos, los arroyos…

Importantes en mi vida, muy importantes. Ningún niño debería crecer sin tener abuelos a su lado. Porque ellos son el puente imprescindible entre raíces del pasado y aceptación del presente.

Abr

30

Abuelas

Como todo el mundo, yo tuve dos abuelas, pero, además, tuve la suerte de disfrutar de las dos.

 

Una era atea, otra muy religiosa, pero las dos confluyeron en lo mismo: las dos me enseñaron lo mismo, pero una con magia, magia buena para un niño, y la otra con realismo.

 

Las dos insistían en que yo debía ser generosa, responsable, trabajadora, agradecida, honesta…

 

Una de ellas, la atea, lo hacía desde la realidad, con su palabra, con su convincente palabra. La otra me lo explicada desde las maravillosas historias religiosas, desde las metáforas, desde las parábolas…

 

Y tengo que reconocer que lo de ésta última es lo que calaba en mí, en mi mente de niña necesitada de imágenes, emociones y mitos.

 

Pasa el tiempo y tu capacidad crítica va separando lo que sí de lo que no, pero esas enseñanzas coloristas, descriptivas, emocionantes, no deberían faltarle a ningún niño jamás.

(En cuarentena)

Jamás, Álvaro, hubiéramos pensado, ni tú, ni yo, que celebrarías un cumpleaños en cuarentena.

 

Y, el de los doce, esos doce tan importantes, desde los que vas a abandonar tu colegio tan seguro y acogedor y te vas a trasladar a un instituto desconocido, con profesores desconocidos y compañeros imprevisibles. Que vas a empezar la batalla contra la adolescencia, en la que todos los cercanos seremos un poquito “enemigos”. Ojalá no deje cicatrices profundas en esa sensibilidad tuya con tan alto concepto de la justicia.

 

Es un cumpleaños en blanco y negro. Estás rodeado de seguridad y mucho cariño de padres y hermana, pero te van a faltar algunos abrazos importantes: los de tus abuelos. Y estos abrazos están contaditos, si te pierdes alguno, te pierdes mucho.

 

Tendrás que contar estas cositas tan sorprendentes que te está tocando vivir a los que vendrán detrás de ti. Daría algo por saber qué piensas de esta situación. Yo sé que tu mente tiene un trasiego considerable y que dentro de ella se mueven pensamientos que no transmites.

 

Delante de tus doce hay: incertidumbre ante el gran problema mundial que se nos ha venido encima; miedo; curiosidad; esperanza…

 

Mi miedo más grande es no poder volver a abrazarte, a darte besos sonoros de esos que tú llamas “besos de abuela…”

 

Felicidades, grandes y duraderas.

Tristeza. Desamparo. Distancia. Incertidumbre. Miedo. Esperanza. Generosidad. Recuerdos…

Y en esos recuerdos, EL RELATO DE TU VIDA. Un relato que, en alguna ocasión, algunos, por distintas razones, han querido y quieren cambiar. Pero tú te lo sabes bien, tan perfectamente como aquellos primeros cuentos que te contó tu abuelo favorito, favorito para contar cuentos, porque había otros y otras, favoritas para otras cosas.

Dicen que cuando vas a morir te pasa por el pensamiento rápidamente tu vida. En esta amenaza de muerte como es lenta, tu vida también se desliza lentamente por tu cabeza.

Y vas recordando, y sabes muy bien como se ha desarrollado, y vuelves al presente y ves como gente, gente cercana, quiere cambiarte ese relato, por qué, no sé, puede que porque le moleste lo algo de brillante del relato, por manipular sentimientos que te afectan, por falsa protección a implicados…

Lo cierto es que tú tienes dos opciones: poner las cosas claras o callar por evitar otros males. Y callas, siempre callas, porque al lado de tu tristeza prefieres otras felicidades.

Maldito virus que te hace resucitar lo bueno y lo malo, pero sobre todo lo malo que te rodeó y que te rodea…

La gente

“Si de esta salimos vamos a cambiar mucho, habrá un antes y un después,  la gente va a ser mejor…”

Es lo que se oye, es lo que dice la gente. No es verdad. Saldremos. Saldrán los que sean, pero la condición humana seguirá siendo exactamente igual que siempre: envidia, ambición, soberbia…, en fin, los pecados capitales que ya están muy bien definidos y reconocidos.

Sólo hay que mirar atrás, muy atrás. Guerras mundiales, pestes, terremotos, tsunamis…

¿Acaso alguna de estas catástrofes ha hecho cambiar ni lo más mínimo el proceder de mandatarios y mandados?

Individualmente nunca habrá cambios a mejor en la condición humana, sólo cabe esperar que colectivamente, que es lo que hace avanzar la historia de los pueblos, sí los haya,  y se tomen medidas para prevenir, por lo menos, este tipo de catástrofes. Más dinero a la ciencia para la investigación, más previsión en los estados para estas contingencias, y dios nos pille confesados…

Si mi madre estuviera aquí y se asomara a la ventana, sin dudarlo diría: “No hay ni un alma por la calle, parece que anda perro malo…”

Y efectivamente, anda perro malo.

Hoy, ha amanecido nublado, ha bajado la temperatura impropiamente, el invierno ha vuelto. Los empleados municipales han desinfectado los contenedores de la basura. Los brotes de los árboles del parque de enfrente, que no saben de virus, estallan con plenitud y provocan la envidia. Pasa un coche despacito, como pidiendo perdón…, una ambulancia con no se sabe que carga vírica, un coche de policía municipal que tranquiliza…

Me tranquiliza también que mi madre no haya vivido esto. Por sus miedos, por su asma, por sus recuerdos de la guerra, por sus angustias infinitas. Y porque, es verdad, y en la calle en estos momentos, ella lo hubiera dicho: “Anda perro malo…”

Desalentador. El paisaje desde mi ventana es desalentador. Sencillamente no hay nadie. Y las personas somos la vida en su mejor expresión.

Yo tengo la suerte de tener muchas ventanas, un parque enfrente, un espacio delante sin nada que me estorbe la vista. Por ver, veo el campo, un convento de monjas donde, me tranquiliza saber que se está rezando a destajo para que esto se pase pronto, y hasta un castillo medieval en el que los muchos fantasmas que se sientan recostados en sus piedras se están preguntando por qué tanto miedo. Ellos vivieron pestes exterminadoras que no dejaron alma en sus contornos…

Pero hasta los fantasmas andan un poco remisos a cruzarse entre ellos, y se arriman a los muros centenarios para evitar el peligro…

Primera salida Martes 17 de marzo de 2020

Qué emoción. Me latía el corazón. Me he puesto unos guantes de látex. He bajado a por el pan y el pescado. La UME en la puerta. Sola en la pescadería y, cuando ha intentado entrar una insensata, yo le digo: “alto ahí, espera en la calle a que yo salga”

El pescadero totalmente de mi lado…

A pescadero y panadera les he hecho que me echen las vueltas en una carterita grande, y cuando he llegado a casa, después de lavarme las manos como si no hubiera un mañana, he puesto el dinero de las vueltas en una bandeja, en la terraza. Ahí va a dormir…

He vuelto a mi casa, doscientos metros, interminables. No veía el final. Ahora comprendía las fatigas de Indiana Jones cuando iba en busca del arca perdida.

¡Qué aventura!