Tener un tío-abuelo es un lujo. Yo lo tuve. Ese hermano de mi abuelo que fue un solterón en toda regla, sin sospecha ninguna (entonces no existían los gays)

 

Él, yo creo, que se quedó soltero por lo tacaño que era. Compraba las naranjas de una en una. Cambiaba su boina cuando ya el color negro era una sombra parduzca sobre su cabeza. Pedía de cena seis sardinas para cenar y guardaba tres para el día siguiente, porque decía que comerse media docena de sardinas era un derroche. Te daba una peseta el día de la fiesta del pueblo, no sin advertirte antes que no la malgastaras, que tenías una hucha y que no se te olvidara nunca que “el ahorro y la economía eran la mejor lotería”.

 

Él nunca me contó un cuento. Era “orusco”, así se les llama a los huraños en mi pueblo. Se sentaba, sólo, a la lumbre y miraba eternamente las llamas, y echaba sarmiento, tras sarmiento, al fuego, yo creo que esperando siempre a ver si alguno, milagrosamente, no se quemaba.

 

Hablaba poco, y si, alguna vez, le vi un atisbo de entusiasmo era recordando a su madre, la bisabuela María, a la que nadie se podía comparar. Posiblemente no encontró moza digna de sustituir a ésta.

 

Murió muy mayor y muy atormentado. Yo, muy pequeña, recuerdo sus lamentos de dolor en la noche cuando, por casualidad me despertaban los gritos tristes por su pierna amputada.

 

Su muerte provocó alteraciones y malestares en la familia, puesto que había que heredarle y, a la hora de situación tal, se olvidan fácilmente los afectos.

 

Guardo su recuerdo con mucho cariño porque estoy segura, intuyo,  que dentro de su aparente mal genio yo era su sobrina-nieta favorita y él, para mí, suponía tener algo poco corriente, algo que no tenían mis amigas, un estupendo tío-abuelo-Victoriano.


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