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Es otra. No tiene nada que ver con las demás tristezas. Es tristeza de campanas que doblan, de ánimas que por la noche transitan por los tejados en los días de difuntos. Así nos lo contaban y así debe de ser. Es tristeza de hojas que palidecen, mueren y se caen maltratadas por el viento para que las pisemos sin piedad alguna. Es tristeza de nieblas que se van llevando los soles de los últimos veranillos de San Miguel. Es la tristeza del que coloca los armarios cambiando los zapatos de colorines por los marronazos y negros, con la pregunta muda de si volverás a ponértelos o estarás muerto en primavera. Noviembre es un puente brumoso, metálico y frío que hay que atravesar hasta ver las luces de Navidad. Los amigos empiezan a contarte penas. Se recuerda a los que se fueron. Las caras se ponen pálidas y pierden el colorcito del verano. Todo lo hermoso está lejos en noviembre. Ni Halloween puede con ello, es decir, no es que no pueda, es que le pone el único toque que le faltaba: lo cutresperpéntico.


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