Siempre me ha parecido algo grandioso pertenecer a una orquesta. Es el mayor acto de generosidad de alguien. Ese alguien que estudia duramente durante una vida, que trabaja y ensaya sin descanso, que domina ese instrumento que al resto de los mortales nos parece mágico, para después sumergirse entre una masa de personas anónimas a las que no ponemos nombre ni cara, sólo y exclusivamente para contribuir al milagro de la música, sin querer fama ni gloria exclusiva, individual. Es, sin duda, la negación de la vanidad que, más que el dinero, mueve el mundo. A esto hay que añadir que cada vez que interpretan su obra de arte, ésta se diluye en el aire, nada queda palpable, nada visible…Compárese esto con el afán infinito de cualquiera de aparecer,  aunque sea por unos segundos y mostrar al mundo sus caras, de dejar huellas en lugares visibles, de eternizarnos…


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