Hasta que no tuve unos cuantos años no comprendí que la Mampena que tanto me había aterrorizado de pequeña era “el alma en pena”. Era el cuento que, cayendo en un masoquismo cierto, le pedía a mi abuelo que me contara una y otra vez. Aún recuerdo a mi abuelo con su gorrilla gris y su blusa haciendo juego sin pretenderlo, su infinita paciencia para repetir cuentos, porque él, sin duda, sabía que esto, junto con dar religiosamente la paga del domingo, hace que se recuerde a un buen abuelo. Nos sentábamos a la lumbre del invierno, sin prisa, entonces no existía, y mientras asábamos patatas en el rescoldo, conmigo en sus rodillas, y yo mirándole sin perder ripio, al tiempo que sacaba su tabaco y su librillo, como el abuelo de Víctor Manuel, me contaba que por la noche, en la iglesia, cuando ya todas las buenas gentes dormían después de duro trabajo, bajaba la Mampena, arrastrando cadenas y recorriendo la penumbra se iba bebiendo con deleite el aceite de las lámparas que, tenuemente, mantenían la iglesia lejos de la total oscuridad. ¡Qué miedo! Yo era incapaz de poner cara a ese ser, para mí blanquecino, difuso, perverso. Menos mal que el cuento acababa cuando los mozos del pueblo, valientes, “atrepaos”, hartos de las incursiones de la maldita Mampena, salían a su captura, y cómo no, acababan con ella, y arrastrándola con un soga por el medio de las calles del pueblo la ponían a la vista de todas las buenas gentes que ya desde entonces volvieron a dormir noches tranquilas.
5 de marzo de 2008 a las 15:22
Podrías incluir el cuento entero, que tengo curiosidad y además me gustaría poder contárselo yo también a mi hijo