Vino de Marruecos a la llamada de los que ya estaban aquí. Tiene dieciocho años, es listo, es un guaperas, tiene un aire de jequecillo desafiante a lo Omar Sharif en Lawrence de Arabia, parece incluso europeo, muy lucido. Se ha echado una novia un poco moderna, de las de tripa al aire y pocos prejuicios que le trae y que le lleva por la calle la amargura. Así parece Hassan, pero hay que hablar con él, cuando se puede claro, nunca se entrega, y entonces vas descubriendo lo que hay dentro de su cabeza: cinco rezos diarios, un velo que le pondrá a la chica moderna si se casa con ella, una sonrisa de superioridad y algún desprecio cuando habla de otras religiones, la certeza de que estamos ante el fin del mundo, convencimiento absoluto de estar en posesión de la verdad, bastante menosprecio hacia las mujeres, curiosidad desde su atalaya, miedo cuando oye la palabra “moro”. Yo le veo todos los días, hablo con él, yo le doy clase, porque él quiere prosperar, ya he dicho que es listo y decidido, pero me produce cierto miedo, aunque bien es verdad que, cuando me paro a pensarlo, me siento más tranquila porque, en el fondo, todo esto que tiene en la cabeza Hassan me traslada a mi infancia, por otra parte, no muy lejana.