No era muy corriente, en aquellos años en los que la gente se moría pronto, conocer dos bisabuelos y hablar con ellos y que te contaran historias y que te dieran una perra gorda para comprar pipas.
Mi bisabuelo Hermógenes fue un gran hombre que nació mediado el siglo XIX. Se murió cuando tenía noventa y ocho años y, hasta al último día, tuvo en el suelo, al alcance de su mano derecha, una botella de vino tinto, en invierno al lado de la chimenea y en verano, debajo de la parra, de la que de vez en cuando se echaba un traguito y que, sin duda, tuvo mucho que ver con el secreto de su longevidad.
Llevaba una blusa parduzca, ancha, con bolsillos de los que frecuentemente sacaba la petaca con picadura de tabaco negro, el librillo y su mechero de yesca y se liaba un cigarro lentamente, como haciendo una obra de arte. Me fascinaba ver la maniobra.
De origen humilde, siempre contaba que de chico pasó hambre, era listo, trabajador y con esfuerzo, cuatro duros y terrenos que fue comprando, fue poniendo viñas y viñas hasta que se hizo, como decía mi abuela con media jurisdicción y llegó a tener una gran bodega en la que corría abundante el vino en octubre, varios pares de mulas, jornaleros a su cargo y cuatro hijos que, en la abundancia se creyeron “señoritos de pueblo” y una mujer, la bisabuela Isidora, a la que yo no conocí, pero por lo que yo he oído de ella, intuyo que fue esa mujer en la sombra, artífice de los triunfos del patriarca.
Mi bisabuelo Hermógenes, cuando ya tenía sus noventa y ocho, en su caserón enorme, del que nunca se movió, una madrugada, se levantó, llamó al hijo que esa noche le tocaba dormir cerca de él y le dijo: llama a tus hermanos que me voy a morir, y así lo hizo…