Justo es recordarlos. Yo tenía dos abuelos:
Uno se sentaba al lado del fuego y, conmigo, mirando embobada, relataba cuentos de esos que se van contando en cada pueblo de abuelo en abuelo. Terribles cuentos de aparecidos y asesinatos que te dejaban noches metiendo la cabeza debajo de la sábana, por si venía el que reclamaba la asaura ura que le habían quitado de la sepultura.
Este abuelo era paciente, tranquilo, observador de la naturaleza y siempre pendiente de su mujer, una mujer que le resolvía la vida en todo porque era de una inteligencia fuera de lo normal. Él se limitaba a trabajar y a ser bueno con todo los de alrededor. Y lo era porque de dentro le nacía.
Mi otro abuelo era un “señorito”. Todo en aquella casa se hacía para que él viviera tranquilo y feliz, Y eso era así, porque esa casa era una casa “de posibles”.
Sibarita, buen comedor, buen bebedor, buen hijo, buen padre y buen abuelo. Siempre consciente de su papel en el patriarcado.
Él me llevaba al campo, “con la fresquita” y aprendí a ver, de su mano, con ojos “literarios” y no de trabajador, la era, las viñas, los frutales en esplendor, la puesta de sol, los caminos, los arroyos…
Importantes en mi vida, muy importantes. Ningún niño debería crecer sin tener abuelos a su lado. Porque ellos son el puente imprescindible entre raíces del pasado y aceptación del presente.