Tienen un lugar especial en mi vida, sobre todo las de mi pueblo. Su alegría, su tristeza, su misma indiferencia influían en tu estado de ánimo, en tu alma…
Hasta un punto de tu vida, siempre suenan para lo alegre, desde ese mismo punto, empiezan a tañir para lo triste.
Con tus pocos años sólamente te llegaba el mensaje de: tocan a la boda, al bautizo, a misa, a vísperas, a la pólvora…, y ahí estabas tú preparándote para la fiesta, cualquier fiesta.
Sólo tocaban para todos cuando se tiraban a arrebato tocando a “quema”, ahí el pueblo entero cogía sus cubos a la llamada de la torre y acudía a apagar al lugar que fuera, amigo o enemigo, porque se sabía que eso era cosa nuestra, del pueblo, ninguna ayuda vendría de fuera.
Había que ser un gran maestro para hacerlas sonar y transmitir lo que debían: alegría, celebración, llamada, auxilio, lamento, aviso, recordatorio, señal mística, pena, mucha pena, muerte…
Yo las sigo oyendo, prestándoles atención, confiando en que tarde un poco el momento en el que empiecen a doblar y sepas que es por ti, que su sonido anunciará a dolientes e indiferentes que te vas al silencio…