Imposible olvidarlo. Marcó un antes y un después en mi vida.
A mí, como a tantas otras niñas de mi generación, los Reyes Magos, en uno de sus viajes, me trajeron un bastidor porque escrito estaba: “toda mujer que se precie de serlo, sabrá cocinar, coser y bordar…”
Y a ello me puse con empeño. Contaba con una prima soltera de mi madre de la que todos decían que tenía manos primorosas para las labores. La María me fue iniciando en el arte de la aguja y según decía ella, yo bordaba como una verdadera monjita.
Pero esta no es la cuestión que quiero recordar. Lo que se quedó grabado en mi cerebro y nunca olvidé. Yo debía tener unos diez o doce años, que precoz siempre fui para el aprendizaje, y, aquel bastidor, a fuerza de usarlo se estropeó. Ya no tensaba la tela como era necesario, ya no daba gusto oír el clack de la aguja traspasando la tela, ya no servía…
Yo sabía que eso tenía arreglo y como es natural volví los ojos a donde siempre lo hacía, a mi madre. Mi madre miró aquello y sin pensárselo me dijo: esto está roto, no tiene arreglo. Yo sabía que comprar otro era harto difícil, eran tiempos de arreglar y no de tirar. Me senté en la escalera del patio, al solecito, triste, pensando, pero decidida a solucionar. Y así fue, solucione aquello y no solo solucione, si no que, a partir de este preciso momento, comprendí que ese era el punto de partida en el que mis problemas eran míos, el momento en el que se iniciaba mi independencia. Solo un pequeño inconveniente, que como empecé tan pronto a solucionar los míos, enseguida tuve que empezar a solucionar muchos ajenos, y ahí sigo…