Cada año por San Antón, 17 de enero, hace mucho, mucho tiempo, yo tengo apenas recuerdos, se echaba a la calle un cerdito pequeño, al que los vecinos del pueblo alimentaban durante todo el año con sobras de comidas y otras cosas que había en las casas. El cerdo iba creciendo y se iba haciendo familiar para todos. Vivía, crecía y dormía en la calle. El cerdo, el día de San Antón, se sorteaba entre los vecinos y el afortunado hacía una buena matanza y debía echar a la calle el nuevo cochinillo para repetir la historia.
Este cerdo sin techo buscaba comida y compañía durante todo el día, pero eso sí, a los niños se nos decía que podía ser peligroso. Aún recuerdo a mi abuelo como, con voz misteriosa y preocupada me contaba, como, una vez, el guarrantón entró al patio de una casa donde había un niño muy pequeño sentado en el suelo sobre una manta y se comió las manitas del bebé. Creo que esto era una leyenda rural, que no urbana, que se transmitía de generación en generación para mantener a los más pequeños alejados prudencialmente del guarro. Y también recuerdo como, tu madre, tu abuela, si tú pasabas en la calle más tiempo de lo que a ellas les parecía prudencial te soltaban: “eres como el guarrantón, to el día en la calle…”
Parece ser que esta costumbre, en muchos pueblos de España, se remonta a finales del siglo XVIII y principios del XIX. En los meses de febrero o marzo de cada año, alguna persona regalaba un cochinillo, al que se le ponía al pescuezo una cinta de color y se le cortaban las orejas y el rabo para que supiesen que se trataba del conocido, «GUARRO SAN ANTON». Los vecinos de la localidad lo alimentaban hasta el día de la celebración (17 de enero), con la finalidad de darlo como sustento a los más pobres.
En mi pueblo, desde luego existió, y algunos podemos dar fe de ello sin ser de la Edad Media.