Nunca me gustó el desayuno. Siempre a remolque. Siempre con sueño. Siempre lo mismo: la leche no puede faltar, el café es obligado, (siempre he pensado que lo consumimos por lo bien que huele, no por lo bien que sabe), el dulce hay que tragarlo. Es rutina. Y ahora, con las nuevas modas, penitencia. “Tiene que ser la comida más importante del día” Y ahí te lanzas con angustia no vaya a ser que falte algo en el tuyo que te impida vivir bien.
Mientras trabajas es acto inconsciente, pero cuando tu vida laboral tocó a su fin, el desayuno es un rito lento, interminable, tedioso, durante el que te sientas y te preguntas, después de tragarte todas las pastillas que necesitas para seguir alternando: ¿y qué hago yo ahora hasta que llegue la hora de comer? Qué esa sí que es divertida…