Me acuerdo mucho de mi muñeca Gisela. Qué grandes frustraciones me trajo. No sé por qué llevo un tiempo dando vueltas a este episodio de mi infancia. Seguro que tiene una explicación freudiana.
Yo tenía unos abuelos medianamente pudientes, lo tengo dicho, y, en mi infancia, pusieron algunos elementos que no estaban al alcance de muchos niños, pero, sin duda, aquello tenía unas limitaciones.
Ellos tenían influencia hasta, un poco, con los reyes magos, así es que: “para la niña una muñeca Gisela”
Era una muñeca cara, cara, cara…, y, claro, llegó a mis manos, pero me dejaron tocarla un minuto y después, hale, la subieron arriba, muy arriba para mis seis años, a un vasar al que apenas llegaban mis ojos.
“Si eres buena jugarás un rato con ella” Y yo era buena, muy buena, muy obediente, muy lista (por lo menos eso decían ello), pero aquella muñeca yo creo que no llegó a bajar nunca del olimpo. Cogió polvo, le salieron arrugas, y hasta alguna cana la creí ver, y, en algún momento, me olvidé de ella y aprendí a jugar con las peponas de cartón que eran accesibles, cariñosas y muy buenas.
Ignoro qué pasó con ella. No volví a mirarla, ni fui a su entierro. Cierto que ahora, alguna vez, he pensado comprarme una igual, que las hay por ahí durmiendo en naftalina, pero finalmente me he dicho que no, que los cadáveres deben estar en su sitio.