En la vida, como todo el mundo sabe, hay varias cosas que hacer ineludibles, antes eran tres: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro…, pues bien, yo creo que hay que añadirle una: hacer un crucero. La palabra ya es sugerente y atractiva en si misma. Sólo pronunciándola te sientes bien.
Un crucero es la vida misma. Allí, unidos por el destino viajamos dos mil personas bien mandadas y bien dispuestas a hacer lo que nos digan porque alrededor de nosotros solo está la mar salada.
Allí estén representadas todas las razas y clases sociales. Todas las edades y todas las ideologías. Es un micromundo manejado por un capitán y un equipo de animación que consiguen lo que no consigue nadie: esta noche todos vestidos de blanco, esta otra noche todos de gala a la cena y foto con el capitán, (que yo creo que es de atrezzo), ahora te bajas del barco y corriendo, corriendo, vuelves con tus dos mil fotos que no te han dejado ver el bosque.
Comida casi infame, en general, si exceptúas la del comedor de los VIPs, bebida del todo incluido que hace coger borracheras al más pintado.
Grupos de mujeres, muchas mujeres, divorciadas, viudas, alegres, que se suben al barco dispuestas a reírse todo lo que no han podido en su vida. Algún travesti suelto que no logra ligar.
Salas para oír jazz en las que se reúnen los más selectos, bingo y Manolo Escobar para los más horteras, clases de bailes latinos a cargo de negros apuestos que hacen moverse a todas las mujeres como marionetillas risueñas. Figuritas detestables con toallas sobre las camas, teatros mediocres con ballets de tres al cuarto, humoristas que necesitan ir diciendo que ellos han salido en la tele, buf…
Pero, aún con todo esto, hay que hacer un crucerito y sentirte un señor inmerso en ese ambiente cutredeluxe que te traslada a aquella serie de televisión que tanto nos hacía soñar a una determinada generación. Es una forma de ir cumpliendo sueños y sobre todo, después, hay que contarlo…