Ahí están, abiertas, esperándote siempre, sin protestas. Cuando llegas al mundo te acogen, te cuidan, te acarician, te miman, las necesitas, te hacen crecer acorde.
Cuando vas creciendo las sigues necesitando, son mágicas, te curan, te salvan, las temes a veces…
En la adolescencia te estorban, te agobian, te amenazan, las quieres perder de vista.
La juventud te va haciendo volver a ellas, te hace intuir que son buenas para ti, que son compatibles con otras manos a las que te agarras con fuerza, pero que nunca te ofrecerán la fortaleza de las de tu madre.
Cuando tienes hijos te aferras a ellas para que te ayuden, para aprender a dar las tuyas.
Es cuando ya, esas manos, empiezan a estar rugosas cuando piensas que no son tan necesarias que pueden agobiarte otra vez, nada más falso, son insustituibles.
Y es cuando ya no están cuando quisieras sentir su calor todos los días. Sabes, para entonces, a ciencia cierta, que son las únicas manos de las que han salido amor y entrega sin esperar pagos ni recompensas, que son las únicas manos que han parado su vida para impulsar la tuya, pero ya es demasiado tarde…