Parece que se está apagando el fuego de los fogones. Acaban los ataques entre sí de los “cocineros artistas”, cocineras las mujeres, pero artistas ellos, nadie como los hombres para encumbrarse a la gloria.
Nuestra buena cocina se gestó en tiempos de hambre, aguzando el ingenio, cuando solamente había una raspita de bacalao y unas patatas que con unos cominitos y un ajo hacían un guiso bien sabroso; un poco de pan duro y cosillas de la matanza, para unas migas; unos pollos en el corral y una caza que había que aprovechar en su momento. Aquello si que era arte: dar de comer a una caterva, que hubiera para todos, que costara poco y que estuviera bueno.
Así podíamos ir dando la vuelta a una gastronomía que no ha sido superada sino sólo modificada y estropeada en muchos casos, con experimentos tan crueles como ponerle mermelada de pera a un estofado de perdiz.
Esta cocina que hoy es la admiración y el deleite de los que nos visitan, la pusieron en marcha aquellas abuelas nuestras que con los huevos de sus gallinitas, las patatas de la huerta de su vecina y el buen aceite del molino de su pueblo hacían una tortilla que no se merece los atentados que ha sufrido para llegar a su deconstrucción. ¿Seguid avanzando en la cocina?, quien duda que hay que hacerlo, pero, por favor, lo que funciona no lo toquéis, dejad la tortilla en paz, y los platos, redondos y bien llenos.