Ellos no quieren ver las cosas allí, las quieren ver aquí. Con la cámara digital ha nacido un nuevo grupo de turistas, los compulsivos, son los que no miran las cosas, sólo las fotografían, pero las fotografían hasta los más mínimos detalles: cada capitel, cada moneda de los museos, cada frontispicio, todo, todo queda congelado dentro de su cámara. Están al acecho y si ven a otro tomando un determinado encuadre, allí están ellos, esperando que quede el sitio libre, no se le vaya a escapar lo mejor. Y si el guía llama la atención sobre algo en especial la lluvia de flashes que le cae encima a aquel algo lo derrite al momento ¡Como no cuesta! Qué nostalgia produce el recuerdo del carrete que antaño nos hacía detenernos, pensar cómo lo poníamos, cómo lo quitábamos no lo fuéramos a velar, y luego llevarlo a revelar y recogerlo con la ilusión de ver qué habíamos hecho. ¡Todo un ritual! Lo de ahora parece un poco penoso, le ha acabado de quitar al turista lo poquito que pudiera tener de viajero, pero desde luego, lo que realmente debe ser penoso es cuando todo aquello que trae en su cámara se empeñe en enseñárselo a sus víctimas, porque para eso lo hace, claro está.


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