Eso me pusieron en el recordatorio, pero no lo recuerdo yo así. El día de mi comunión fue un día de miedos, de incertidumbre, de incomodidad. Lo único que recuerdo bonito era el vestido blanco, largo hasta los pies que te equiparaba un poco con Sissi Emperatriz. Pero los zapatos me apretaban, los tirabuzones que me hicieron con aquellas horribles tenazas calientes que no eran capaces de dominar mi pelo liso, se deshacían por momentos sin esperarse siquiera a terminar la procesión. A esa angustia se unía la del pecado. Mi alma tenía que estar blanca como el vestido o más, y para eso yo había confesado convenientemente la víspera, pero tenía muy claro que cualquier sombra de malos pensamientos enturbiaría mi alma y ya no estaría dispuesta a recibir la gracia divina de aquel rito iniciático. Entonces caería en el sacrilegio. Tremenda zozobra la del infierno.
El calor era sofocante aquel día de mayo. Mi padre no quiso comulgar con lo cual, yo, como alguna otra más, quedamos señaladas, el trío en el reclinatorio para recibir a Dios estaba incompleto, yo en soledad con mi madre, pero con Dios, eso sí. ¿El día más feliz de mi vida? Creo que los ha habido bastante mejores.


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